24 de noviembre de 2015

El niño cavernícola y la niña con voz de sirena de ambulancia


Hace mucho tiempo, dos niños se enamoraron. Alejandro se enamoró de Virginia el día que le regaló -en un acto de valentía- una de las piedras que coleccionaba y ella la guardó despacito en uno de sus bolsillos. Él no necesitó ninguna prueba más. Aquella niña de pelo largo y negro sabía valorar sus tesoros. Siempre la querría.

Virginia era opuesta a él. A ella le gustaba hablar, reír, tenía muchos amigos y un poco de mal genio. Al principio, eso le hacía gracia, pero a veces, la observaba de lejos y si la veía con el ceño fruncido sentía un dolor en el estómago y le daban ganas de pedirle su piedra.

Pero, de repente, se acercaba hasta él, que andaba solo dando paseos, le ponía la mano en el hombro y le preguntaba cualquier cosa. Entonces, la miraba y sus ojos volvían a brillar y el estómago no le dolía.

Poco a poco, las charlas se convirtieron en un ritual. Se alejaban del grupo y ella apenas hacía caso a sus amigos. Se sentaban en el suelo y con la cabeza apoyada en el hombro del niño, oía sus historias sobre lo lejos que está la Luna de la Tierra.



Eran tan felices que los demás pensaban que estaban locos. Cada día Alejandro traía una sorpresa. En su casa pareciera que brotaban los objetos más curiosos. Y lleno de orgullo los sacaba de su mochila para mostrárselo a la niña que amaba. Porque él estaba enamorado. Y ella, también.

Un día él le entregó un folio. ¿Qué es? ¿Qué es?, preguntaba ella mientras tomaba la hoja riendo. Era una parcela en la Luna. Alejandro la había comprado para los dos a través de Internet. Era el regalo más bonito que una persona pudiera desear y así lo valoró la niña.

Lo colgó en la pared de su cuarto y era lo primero y lo último que veía al acostarse. Vivirían juntos en la Luna.

- ¿No te gustaría tener un teléfono móvil?, le preguntó un día Virginia.

Él la miró como si estuviera loca.

- ¿Para qué?

Ella le miró como si estuviera loco.

- ¡Para hablar!

- Pero si ya hablamos.

La ternura se dibujó en la cara de Virginia, en sus cejas elevadas, su boca que sonreía y sus manos que puso en la cintura moviendo las caderas de una manera graciosa.

- ¿Y si un día no vienes? ¿Cómo sabré que estás bien?

- Esperas...

- ¿A qué?

- A que venga, espetó él con cara sorprendida y un poco acalorado.



Alejandro odiaba los teléfonos. En su casa si sonaba, era el último en acudir. A veces, hasta se escondía en el baño. Aquel invento le parecía útil pero para él suponía muchas cosas: temblar, sudar, y como decía su madre: poner voz de cavernícola.

Alejandro quería tanto a Virginia que sólo quería complacerla. Si ella quería hablar por ese medio infernal, lo haría. 

Él tenía un ordenador, una de sus joyas, en realidad era de segunda mano, pero no le importaba. Ese sí era un gran invento que no le hacía mal. 

Aprendía cosas que no veía en clase. A veces, se quedaba absorto mirando la pantalla y su madre pensaba que perdía el tiempo. Así que tenía que ser selectivo. Y aunque le gustase todo y sintiera curiosidad por la magia, la ciencia, la luna... dedicaba dos horas a estudiar por su cuenta. Ni una más ni una menos.

Alejandro era un niño metódico. Y ahora que se había acostumbrado a Virginia y a su voz, a su parloteo que a veces le aburría, pero también a su cara cuando él hablaba y hablaba sobre la velocidad de la luz, sentía por dentro algo de pena. Ese cambio no le agradaba. ¿Por qué la gente cambiaba? ¿Por qué le pedían cosas que no le gustaban?



Sabía que siendo tan responsable podría hacerse con un teléfono sin problema y hablar con su amada o balbucear. Tenía tanto miedo de que ella oyera su voz de cavernícola que le daban ganas de pedirle la piedra y salir corriendo, pero no lo haría porque a él le habían enseñado a ser cortés.

El teléfono llegó a sus vidas. La primera vez que él vio que ella le llamaba pensó que se desmayaría. ¿Por qué no le enviaba un mensaje? Así no tendría que articular una palabra. Pero ella adoraba hablar. Oír su voz.

Todo siguió igual. Sus reuniones de dos, y las confidencias aislados del mundo, la creencia de que él era maravilloso y ella una pequeña sabia crecía por momentos. Es lo que sucede cuando te aíslas de la gente.

Ella le daba abrazos, y le hacía reír con sus ocurrencias. Así que hacían una pareja perfecta. Hasta que después del teléfono vinieron otras peticiones: como acudir al cumpleaños de una amiga.

- No la conozco, gruñó él

- Pero ella quiere conocerte, le he dicho que eres muy listo. 

- ¿Y si no voy?

- No pasará nada, le contestó ella mirando al suelo...

Ese tono no parecía decir lo mismo que sus palabras.

- Te enfadarás conmigo, murmuró.

- No, mintió ella.

- Sí lo harás, aseguró él mientras temblaba por dentro tan bien que no se le notaba por fuera. 

No la entendía. Estaban bien solos. ¿Por qué no iba ella a ese cumpleaños? A él le daba igual si aquella otra niña quería conocerle, sólo le gustaba su compañía, las charlas, y cuando no fruncía el ceño. De nuevo, otro cambio.

Al final accedió y fue con ella. Y no se divirtió. Poco a poco Virginia le empezó a caer mal. Era como estar don dos personas distintas. A él le caía muy bien aquella que compartía con él risas, y le preguntaba cosas que él sabía de carrerilla. Odiaba los móviles, y hasta un poco los mensajes que le llegaban. ¿Por qué no podía ser siempre igual?

Le gustaba estar solo. Pero a ella no tanto, al menos en algunas ocasiones y cuando eso pasaba, y trataba de convencerlo para que fuera su acompañante la "odiaba" y lloraba cuando ella no estaba delante.

Un día sonó el teléfono y él estaba nervioso. Aquella tarde debía ir con Virginia al cine con un grupo de niños con los que nunca había hablado. Lo había prometido. Se sentía inseguro, hubiera preferido un millón de veces estar en casa y ver por Internet un vídeo sobre el primer hombre que pisó la Luna.

Sin darse cuenta su voz sonó a cavernícola cuando le dijo hola.

Ella le preguntó si le pasaba alguna cosa. Si le habían regañado. Él no dijo nada...

Virginia que tenía un carácter alegre a la vez que fuerte, se sintió contrariada. 

- ¿No quieres venir?

- No, y la voz de él sonó como si estuviera dentro de una caverna

- Pero me dijiste que sí, y la voz de ella sonó como si fuera la sirena de una ambulancia



De repente, a él le dolieron los oídos, Virginia le pareció una niña odiosa, caprichosa y le habló tan mal como sabía. Era un niño educado pero sabía escoger palabras que hacían daño.

Ella, sorprendida, también le habló mal. Su cabeza no entendía cómo ese chico listo, que sabía tantas cosas, no sabía hablar con ella, y furiosa frunció el ceño y colgó. Antes le dijo todas las palabras más horribles que conocía.

Los dos se aburrieron aquella tarde y se echaron de menos, los dos lloraron, los dos se odiaron y a partir de ese día jamás se volvieron a hablar. Cuando llegaba a clase él la miraba muy serio y pasaba por su lado como si no la viera.

Ella, altiva, hablaba con sus amigas en un tono alto para que él la oyera... pero en cuanto desaparecía, se ponía tan triste que metía la mano en el bolsillo y apretaba la piedra que él le había regalado.

Un día, Virginia sintió que se aburría como nunca se había aburrido,le faltaba el aire, y se levantó dejando al grupo de amigos hablando de sus cosas. Anduvo a solas y miró al cielo. ¿Estaba la Luna ahora presente o sólo salía por las noches? El estómago empezó a dolerle. Y sacó la piedra.

En ese momento apareció Alejandro. Estaba tan serio que le dio miedo, así que ella todavía se puso más seria y guardó la piedra, él caminaba rápido, tanto que apenas se dio cuenta de su  presencia. Y eso, le causó tanta tristeza que rompió a llorar viendo cómo se alejaba.

Quería llamarlo. Preguntarle qué le pasaba. Pero ahora parecía que cada uno vivía en un planeta distinto (¿Cuántos planetas le había dicho que existían?)

Así que al llegar a casa y tras hacer los deberes, le mandó un mensaje. Esperó que él le contestara. Pero no lo hizo. Se fue a dormir, apagó el teléfono con la esperanza de que al día siguiente le hablara. 

Lo encendió nada más despertar y no obtuvo respuesta. Acudió a clase con el corazón latiendo muy rápido. Estaba triste y enfadada. A partes iguales. Pero Alejandro no apareció. Ni ese día ni esa semana.



Cuando llegaba la noche ella le enviaba un mensaje. 

Le preguntaba cómo estaba, y que sentía haberle llamado cavernícola y extraterrestre. Que había consultado en Internet y sabía que eran 8 los planetas que había en el Sistema Solar, aunque Plutón antes también era un planeta y ahora era un planeta enano, que quizás él se había mudado allí por las cosas que le había dicho. Y lo mismo no se entendían porque eran de lugares diferentes.

Alejandro leía sus mensajes y por un lado le gustaban pero por otro le sentaban mal. Amaba a esa niña pero tarde o temprano le pediría que la acompañara a algún lugar aburrido y él no podía. 

De nuevo, sintió esa punzada en el estómago. Y pensó en el ceño fruncido de ella, en el teléfono, en ese cumpleaños, en el día que le llamó extraterrestre y sintió que no quería verla más. 
Virginia, mientras tanto, se apagaba. Nadie lo diría, siempre gastaba bromas, o estaba dispuesta para ir con sus amigas a cualquier lugar. Pero detectaron que no era la misma porque de vez en cuando, se quedaba callada y sacaba el teléfono, lo miraba y su semblante se ensombrecía.

Alejandro no volvió nunca. Ni tampoco contestó al millón de mensajes que envió ella. Envió mensajes alegres, luego tristes, después mensajes llenos de ira, porque no entendía que la ignorara, tras haberle dado todos sus tesoros que ella guardaba en una bonita caja antigua.

"Me odia", pensaba ella tumbada en la cama. Y cuando tenía tiempo libre, leía sobre la Luna o sobre las estrellas y sin poder evitarlo, le enviaba un mensaje. Que por supuesto jamás tenía respuesta.

Virginia cambió. Aunque lo pasaba bien con sus amigos, sentía que le faltaba algo. Era ese niño listo, el que detestaba ir con ella a algunos lugares. Que ponía voz rara cuando hablaba por teléfono, y con el que ella había sido cruel. 

A veces, mientras hacía sus deberes, se quedaba absorta mirando la Luna y pensaba: "La LUNA  es el único satélite natural de la Tierra" y pensaba en Alejandro. 

Pasó mucho tiempo hasta que comprendió que él no era un extraterrestre. Y cuando supo qué le pasaba, que era el niño más especial que había conocido, quiso ir a buscarlo y abrazarlo muy fuerte pero se dio cuenta de que sólo tenía un número de teléfono. 

Y día tras día envió mensajes como en los libros de aventuras, pero en vez de en una botella, a través de caracteres que viajaban gracias a las ondas, se decía.

"Qué orgulloso estaría de mí", pensaba, "soy casi tan lista como él".

Esas ondas tal vez cumplieron su misión pero aunque el amor de dos niños sea muy fuerte, a veces, están predestinados a separarse. Tal vez, cuando ambos olviden esas palabras que se dijeron, tal vez, sólo tal vez, puedan volver a mirar al cielo juntos. Al fin y al cabo tienen una parcela allí arriba para vivir.

J.

4 comentarios:

Marta dijo...

Me pareció maravilloso, pero me resultó una historia tan real que no me pareció un cuento, sino la vida. Un beso Marta Améndola

Joana dijo...

Hola Marta y gracias. Me paso el día escribiendo (literal) así que anoche decidí contar una historia. ¿Si parece real? Eso depende de los ojos que lo lean. Muchos besos.

Miri dijo...

Un relato agridulce, pero necesario. Quizá ambos nunca pisen juntos esa luna que les pertenece, pero como una vez vi en una película, siempre les quedará saber que cuando el uno mire a la luna se acordará del otro. Ese vínculo no puede romperse. Y quién sabe si un día, aunque por separado, en vez de con tristeza, ambos miren la luna con una sonrisa...

Joana dijo...

Sí, es un relato agridulce. Creo que sé de qué película hablas :) en todo caso, hay ciertas tristezas que no se superan aunque pasen mil años. Gracias por comentar y un beso.